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Delito de ofender

Por Jesús Tíscar - Mayo 25, 2017
Delito de ofender
Tíscar nos habla de hoy sobre ofender y todo lo que conlleva, desde delitos hasta delirios.

No, las consecuencias de una ofensa no se pueden demostrar ante un juez. Tú puedes demostrar ante un juez las consecuencias de un apuñalamiento, de un robo, de un homicidio, de una violación, de una somanta a tu coche, de una estafa, de un envenenamiento canino, de la ingesta en restaurante de una tortilla campera con más salmonela que pimientos y de lo que es un etcétera. Pero cómo demuestras ante un juez que estás ofendido. No puedes. Lo estarás, yo no digo que no —me la sopla—, pero no puedes demostrarlo. En los juicios, las víctimas de ofensa no presentan evidencias de que la padecen o la han padecido. No pueden porque no las tienen. O las tienen, sí, pero no se ven. Una cara compungida o proferir expresiones como «estoy muy dolido, estoy muy dolido» no bastan o no deberían bastar. Los delitos se condenan a tenor de las pruebas que sin duda demuestran: a) que han sido perpetrados, b) que la perpetración ha causado perjuicio, y c) la identidad del perpetrador. Menos este, a este delito la falta la be. A mí me da que el delito de ofensa es un coño de la Bernarda en el Código Penal. Sin be.

El delito de ofender no requiere pruebas del «daño y perjuicio» causado. De hecho, no se piden. Y no se aportan. No hay partes médicos. Ningún facultativo firma un parte que diga «como consecuencia de haber sido llamado tontopollas, esta criatura tiene una ofensa en el cuerpo que no puede ni andar». El ofendido dice que está ofendido, una barbaridad de ofendido, más ofendido que el copón, y ya está, no hay más que hablar. ¿Testigos? No sirven. Los testigos podrán dar testimonio de la supuesta ofensa, «sí, le dijeron tontopollas», nunca acerca de lo que el tontopollas siente. Lo que el ofendido siente sólo él lo sabe. O puede que ni él lo sepa. Y lo finja. ¿O no se puede fingir sentirse muy mal por una ofensa? Ofenderse es de tontopollas.

La gente se ofende mucho hoy día y por tal motivo protesta, se querella, exige que se retiren y se prohíban cosas. «Vamos a ver con qué me ofendo yo hoy, cachi en los mengues perendengues», piensan algunos al levantarse de la cama cada día, antes de meter los pies en las pantuflas deshilachadas y, claro, con las suelas llenas de plastas. A diario, el sistema judicial español se ve obligado a hacerle un hueco en el cerro de expedientes a los nuevos casos de ofensa que van llegando.

—Este se ha ofendido porque tiene un hermano discapacitado físico y en la tele uno ha dicho no sé qué de los cojos.

—A trámite.

—Este se ha ofendido porque el otro día en la radio un actor se cagó en Dios.

—¿Actor del método?

—Creo que no…

—A trámite.

—Este se ha ofendido porque hay una valla publicitaria en la que se ve un chocho muy marcado.

—A trámite.

—Este se ha ofendido porque un tuitero ha escrito que Franco tiene el culo blanco y que su mujer se lo lava con Ariel, ya ve usted qué cosa.

—¡Uh! A trámite.

—Este se ha ofendido porque…

—Espera, espera, ¿dónde está la valla publicitaria esa?

Y ahí tenemos al querellante, al ofendido, a la víctima, sosteniendo que lo de los cojos y lo de la blasfemia y lo de la pata de camello y lo del culo blanco le han causado desperfectos morales irreparables, ¡irreparables! O bueno, no tan irreparables, que yo con cuatro o cinco mil euros me iría recuperando, no crea usted, ponga seis mil y así redondeamos, ¿le parece? Y prohíba usted decir cojo y obligue a amar a Dios y retire la valla y los chochos y exija respetar a Franco y a su mujer. Ofenderse es de imbéciles.

Yo, que según dicen soy un gran ofendedor, que a través de mis combinaciones alfabéticas practico el delito de ofensa con regocijo, no me he ofendido en la vida. Nunca. Y mira que me han dicho perrerías (los neonazis, los tunos, los anderos de la Virgen de la Cabeza, los rojos, las feministas, los devotos de Nuestro Padre Jesús de los Descalzos, los femimonos, un poeta acomplejado que reedita mucho, los animalistas y demás tiquismiquis de moco flojete), generalmente bajo el anonimato, bajo la cobardía, y eso sí que es delito, eso sí que debería serlo por sí mismo: delito de rata. O, bueno, al menos no me he ofendido tanto como para pensar en querellas, en protestas, en prohibiciones. ¡Anda ya! «Zeñó jué, zeñó jué, que man ofendío muncho, zeñó jué, que estoy ma ofendío que el copetín…» Vete a la mierda, llorica, chivato, peguntoso, jiñapoco. En Peñamefécit eso lo zanjábamos en el Sema, como las personas, ya fuera a sopapos (teníamos la piel más dura, es verdad) o a ver quién se peía más fuerte en la boca del Gazpachete, que era rubio y bocón y se lo merecía. La víctima del delito de ofender suele merecérselo también, como el Gazpachete, por gazmoño y por receptivo. A muchos progres la ofensa les saca el tirano vocacional que les destila y chillan a favor de la censura, del cierre, de la eliminación de lo que a ellos les ofende, cuando lo que deberían chillar es su desacuerdo y rebatimiento, pero a lo mejor es que no saben. Es más fácil poner cara y voz de rana pisá. Hay una beatería de lo correcto y de lo socialmente boniquillo que apesta, y que ofende, ¡caray si ofende!, pero que no se puede retirar ni censurar ni protestar ni llevar a juicio. Ofenderse es de fascistas.

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