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Eurovisión

Por Juan Luis Sotés - Mayo 14, 2017
Eurovisión
Emmanuel Macron, presidente electo de Francia.

Suena solemne el Himno a la Alegría, amortiguando el clamor del pueblo reunido en la Plaza del Louvre. La cámara nos ofrece el paseo triunfal del vencedor hasta una tribuna erigida, casualmente, delante de la pirámide de cristal, ese psicotrópico revival del imperialismo colonial francés. Echamos en falta tan solo un manto de armiño y una corona de laurel, si bien las pantallas de vídeo gigantes con la imagen del nuevo presidente y esa otra cámara que nos lo muestra en plano frontal contrapicado remiten a una iconografía más cercana. Charles Foster Kane, tal vez.

Desde esa misma tribuna, el Ciudadano Macron, promete defender la República y sus ideales, y proteger a su pueblo, unirlo y reconciliarlo.

Tras una breve alusión al simbolismo del Louvre desde los tiempos de la Revolución a los de la Resistencia, y tras referirse orgulloso a la espantosa pirámide, Macron se viene arriba y se desata: “¡Europa y el mundo nos contemplan!”. ¿Les suena? Las pirámides y el destino manifiesto.

Este joven guapo, pulcro, bien afeitado, de exquisitos modales, encabeza la delegación comercial enviada por la Democracia para detener el avance del populismo, para embridar la inquina aldeana contra el forastero y cimentar bien cimentada la Europa de las oportunidades para todas las gentes de bien, preferentemente blancas de rostro y de cuello. Son profesionales liberales llamados a recuperar el espíritu de los padres fundadores, la Europa abierta de fronteras frente a la Europa cenutria y encastillada. Y no se les cae la cara de vergüenza.

Frente al ultranacionalismo, el ultrasupranacionalismo. Para Macron, el fracaso europeo en materia migratoria reside en la incapacidad de controlar de forma conjunta la frontera común. Y debe de ser cierto porque, esta misma semana, ACNUR nos cuenta en páginas interiores que en los cinco primeros meses de 2017 han muerto ya mil trescientas personas en el Mediterráneo, llamando a la puerta. En 2016 fueron cinco mil. Entre 2000 y 2015, veintisiete mil. Y los miles que se hacinan en campos de refugiados. Y los miles de excluidos que están dentro. Y…

¡Oh, amigos, dejemos esos tonos! ¡Entonemos cantos más agradables y llenos de alegría!

El vigorizante himno de la Unión nos devuelve al escenario de partida. “Yo os serviré con humildad en el nombre de nuestra divisa: Libertad, Igualdad, Fraternidad”, dice ahora Macron para concluir: “Yo os serviré…con amor”.

El amor como antídoto para el odio lepeniano y el resentimiento, por otra parte, de la izquierda troglodita. Amor incompatible con la xenofobia pero compatible con la seguridad frente a las amenazas externas. Amor para que broten las flores del libre comercio. Amor para que se deslice suave por la garganta la medicina amarga de los ajustes económicos, de las reformas laborales. Mira que si no te la tomas vendrá el hombre del saco y te pondrá a desfilar al paso de la oca o te meterá en un gulag, según el caso.

El acto concluye, mano en pecho, al son de La Marsellesa. “Que una sangre impura riegue nuestros surcos”, dice la letra.

Entre la Europa que muere y la Europa que bosteza, el europeíto tiene ya helado el corazón. Esta noche se sienta de nuevo ante el televisor donde suenan ya las primeras notas del Te Deum, de Charpentier, otro himno nacido de una guerra por el control del continente hace más de tres siglos. Aquello terminó en empate, pero hoy solo puede quedar uno.

Comienza el festival, inenarrable, entre el freak show y un catálogo de H&M. Luces de colores, banderitas, torsos desnudos. Todos los sonidos son uno solo, diseñado y producido de acuerdo a estrictos parámetros de venta. Satisfactorio en tanto que es el sonido que quieren oír aquellos a quienes va dirigido. Los estudios de mercado raras veces se equivocan. Las baladas y los bailables siguen un patrón definido, activando los resortes adecuados en el momento preciso. Gritos de júbilo. Popper y alcohol. Nuevas luces de colores. Éxtasis y decadencia.

Concluido el desfile, pegado aún a la pantalla, el espectador siente algo húmedo en su pecho; es el corazón, que ha empezado a descongelarse. Sin pensárselo dos veces empuña su teléfono móvil y ejerce ese supremo acto de libertad al que todos somos llamados una vez al año: el derecho al voto en defensa de la patria.

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