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Terminal

Por Juan Luis Sotés - Mayo 28, 2017
Terminal
Terminal de un aeropuerto.

Cruzo el interior de una tienda con la mirada baja. Luces, sonido, vaharadas de perfume, olores que no existen en la naturaleza. Citando a Sheldon, mi segundo Cooper preferido después del agente del FBI, me siento como si tuviera la cabeza metida dentro del pijama de un sultán.

En la ciudad trato de evitar estos espacios erigidos sobre el vacío. No quiero ser sobreestimulado, no quiero ser paulovizado. Soy de la clase de gilipollas capaces de permanecer sentado durante horas frente a una masa de agua sin pensar absolutamente en nada, sin buscar la vida al otro lado del teléfono móvil. Pero aquí, en esta tierra de nadie, me obligan a desfilar por donde ellos quieren. Y no existe una puñetera vía alternativa para alcanzar la zona de embarque.

El aeropuerto es el no-lugar definitivo. Un espacio vacío de significado donde el tiempo se disuelve o, más bien, te envuelve como melaza. La antesala del limbo, donde los seres humanos se deslizan suavemente sobre cintas mecánicas accionadas por las mismas palancas que mueven el mundo. El epítome del capitalismo. Limpio, eficiente. Allí donde las marcas levantan sus templos: el altar del dios Armani, el panteón del Real Madrid. Los sacerdotes de Iberia se interponen en tu camino para ofrecerte sus bulas en forma de tarjetas de puntos. Pero tú no perteneces, no. Has cruzado el país por 56 euros y no tienes prioridad. Te refugias en un rincón con un libro en las manos mientras tu estómago rechina. No existe ya ninguna zona de fumadores por lo que la ansiedad de estas tres horas de espera entre vuelos debe ser calmada con alimentos. Plato de aceitunas por tres euros veinte, pieza de fruta por euro y medio, una chocolatina a dos euros.

El asiento es sumamente incómodo, los de las cafeterías parecen más amistosos y, por supuesto, está la zona VIP pero está reservada para personas muy importantes y yo no alcanzo el nivel de ingresos necesario para entrar en esa categoría, soy un simple figurante en esta comedia de la vida. Muchas de las personas que pasan ante mí sí que tienen reservadas al menos unas cuantas líneas en el guión. Ellos (son, sobre todo, ellos) y ellas se mueven con la seguridad de pisar tierra firme, hablan con aplomo por un pequeño micrófono adaptado a su celular mientras acarrean todo el peso de la Historia en sus maletines. Saben de dónde vienen y a dónde se dirigen y cada uno de sus minutos es importante, sus desplazamientos son significativos. Yo solo viajo. Desearía poder hacer lo mismo que la protagonista de Planos Paralelos, el libro de Ursula K. Le Guin, y poder utilizar este aeropuerto como un portal a otras dimensiones.

Probablemente mi visión de esos mundos alternativos no fuera más optimista que la de aquella porque, tal vez, el destino de toda Humanidad sea la pérdida progresiva de su esencia, la disolución de toda su humanidad.  ¿Dónde si no en un aeropuerto se nos revela este pensamiento en toda su crudeza? Aquí, si no consumes, si no dispones de una tarjeta Premium, si no alimentas el progreso material de la Civilización no eres más que una maleta abandonada de la que todos recelan o por la que, en el mejor de los casos, nadie se interesa.

Allí de donde vengo, allá a donde me dirijo, las calles se parecen cada vez más a los pasillos del aeropuerto. El sentimiento de no pertenencia es cada vez mayor, la sensación de inutilidad. Y me refugio en la ataraxia, en los versos que Pessoa dejó escritos en TabaquerÍa, el mayor poema, el más humano del último siglo: “No soy nada / Nunca seré nada / No puedo querer ser nada / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”.

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