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Triunfo y miseria del cuesco

Por Juan Luis Sotés - Febrero 19, 2017
Triunfo y miseria del cuesco
Donald Trump, presidente de los Estados Unidos de América.

De acuerdo con el Diccionario Oxford el verbo to trump, cuando se utiliza en su forma intransitiva y en sentido coloquial, significa “ventosear de forma sonora”. Es decir, lo que en castellano podríamos traducir como “tirarse un cuesco”.

El cuesco revela en primer lugar una total indiferencia hacia las personas que rodean al intérprete, ensimismado en su solo solipsista, en busca tal vez de cierto placer estético complementario del alivio orgánico que experimenta durante el proceso. No podemos descartar, por paradójico que resulte, la búsqueda inconsciente de reconocimiento a partir de una serie de parámetros musicales y temporales: este tono y aquel timbre, un tempo, un ritmo. Es posible desarrollar un tema principal ricamente ornamentado, ejecutar en torno a él inspiradas variaciones melódicas, desplegar una fuga a varias voces y prolongar el éxtasis da capo al fine. Armónicos, atonales, estruendosos las más de las veces o bien en sordina, cuescos, reconozcámoslo, los hay de tremendo valor e incluso las ejecuciones fallidas son capaces de arrancar una sonrisa o hacernos estallar en carcajadas.

A veces el cuesco deviene en grito liberado y liberador, broncínea voz de Esténtor llamando a sus tropas a la batalla. En un oscuro soneto, Francisco de Quevedo empodera así a las posaderas populares: “Cágome en el blasón de los monarcas / que se precian, cercados de tudescos, / de dar la vida y dispensar las Parcas. / Pues en el tribunal de sus greguescos, / con aflojar y comprimir las arcas, / cualquier culo lo hace con dos cuescos”.

El cuesco es, en fin, música y risa, proclama y llamada a filas. Las trompetas del Apocalipsis sonando al abrirse el séptimo sello. Vigor y energía desatadas, acaso anuncio de tormenta. La humanidad misma afirmando su esencia: viento somos, pues fue un hálito divino el que nos dio vida.

Parece, no obstante, que cierta relajación de las costumbres ha llevado este tipo de actividad ventral más allá de un límite razonable. Ello, unido a la amplia panoplia de medios audiovisuales a nuestro alcance, ha permitido que el cuesco de cámara o de salón amplíe hoy de forma notoria su auditorio, así como la nómina de intérpretes. Profesionales los hay que llenan anfiteatros, mas también aficionados e imitadores por millares, cada cual en su canal, en su red, en su pantalla; cada cual con su propia corte de admiradores con sus canales, sus redes, sus pantallas. Asistimos a una Edad de Oro sin parangón en la que el cuesco triunfante impera como una forma de comunicación más poderosa aún que la palabra, tan rica ésta en matices como pobre en determinación y voluntad.

Lo que aún desconoce el trompetero es lo efímero de tal triunfo pues no es cosa rara o, dicho de otra manera, es cosa normal que una vez finalizada la ejecución y confortado nuestro sentido del oído, aquietado nuestro ánimo belicoso, el resto de sentidos experimenten cierta perturbación de forma progresiva. Un ligero estremecimiento de la pituitaria nos avisa de que lo peor está por llegar: el pútrido olor a flores muertas en una jungla pantanosa, a vacas tejanas abiertas en canal en mitad del desierto, a cuerpos humanos que se hinchan en el fondo del océano; a billetes de cien dólares, de quinientos euros encerrados en cajas de seguridad, a macho caucásico, a necesidad y desaliento, a diospatriareyorden. A Yo.

Y es solo entonces cuando notamos en la lengua el gusto de la almendra amarga que, dicen, sabe a cicuta. Y es la muerte de toda filosofía.

Cuando llegue ese momento habremos olvidado ya melodía y propósito y solo nos quedará el recuerdo del ruido y la furia que llenan las tripas del idiota para el que la vida se resume en un simple cuesco. Trump.

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