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VEINTE AÑOS SIN CARMELO

VEINTE AÑOS SIN CARMELO

Por Javier Cano - Marzo 28, 2020
Compartir en X @JavierC91311858

Domingo de Ramos de 2020 sin procesiones, extraño, desangelado, frío por más que la primavera se proponga templarlo. Será el próximo 5 de abril y, en pleno confinamiento para evitar el roce del coronavirus, horas por delante para recordar a quien a estas alturas es ya un icono del arte y el ser jiennenses. Carmelo Palomino Kayser (Jaén, 1952-Granada, 2000) cumplirá ese día veinte años de quietud tras la lápida 121 de la sección San Luis del cementerio 'nuevo'. Tres artistas y, sin embargo, amigos y admiradores pintan con palabras un tríptico particular para acercar al hombre y al creador dos décadas después de su desaparición.

"Ha muerto Carmelo" fueron las palabras que más dolieron en Jaén el 5 de abril del año 2000. Teléfonos móviles con peso y tamaño de ladrillo y un boca a boca que cruzó el Santo Reino de punta a punta en cuestión de minutos canalizaron la terrible noticia lo mismo que pasó hace un siglo cuando la muerte de Joselito el Gallo paralizó España a bofetones de incredulidad. Fue en Granada donde Carmelo se dejó la vida entre los muros de un hospital y, de paso, sobrecogió a quienes lo amaban y admiraban, a los que a veces lo trataban y a los que solo lo conocían por su sombrero, sus zapatos blanquinegros y su perro de lunares.

Decía Picasso que la calidad de un pintor depende de la cantidad de pasado que lleve consigo, y de calidad, la humana y la artística, empapó Palomino Kayser su patria chica hasta convertirse él mismo en sombra de su paisaje (lo que soñaba Kavafis); en mito de su bohemia, en leyenda viva de su historia. Ahí está, viendo pasar el tiempo como la Puerta de Alcalá pero en modo Jaén, retratado desde su autorretrato por Inca Quesada Bayona en el Arco del Consuelo, parte del itinerario vital y artístico de un hombre que, literalmente, se bebió la existencia y emborrachó a la gente de aquí con su pintura, hermosa resaca que, dos décadas después de irse, lo mantiene vivísimo.

"Cuando estaba fuera y volvía, si no veía a Carmelo, le faltaba algo a Jaén; de hecho, cuando se fue dejó un enorme vacío, sin él Jaén es otro Jaén", sentencia Quesada, amiga del artista desde finales de la década de los 70 cuyo testimonio da cuenta de la generosidad del pintor: "Nos conocimos en la Semana Santa de 1977 y ese mismo día me regaló ya un dibujo", recuerda. Generosidad... y respeto, eso que el ser humano debería traer de serie pero que tantas veces brilla por su ausencia: "Me gustaba mucho de él que me apreciaba de verdad, me trataba con mucho respeto como pintora, es una de las personas que más me ha querido y respetado", evoca la huelmense.

 Inca Quesada posa con Palomino Kayser, a finales de los 90. Foto cedida por Inca Quesada.
Inca Quesada posa con Palomino Kayser, a finales de los 90. Foto cedida por Inca Quesada.

"Borde a veces, era muy tierno, generoso y de gran corazón", según su amiga, que califica de "buenísimo" el 'catálogo' de recuerdos que le dejó Palomino: "Formaba parte del paisaje, de la esencia de Jaén, era de esas personas... y lo echo de menos, sí". Menos mal (dice) que los cuadros que conserva en casa firmados por Carmelo le alivian la tristeza de su falta y, al hilo de cómo llegaron a su intimidad, rememora una sabrosa anécdota:

"Uno de los primeros que yo compré en mi vida es suyo, en el 88 o por ahí. Un buen amigo de Carmelo llegó un día con un montón de tablas bajo el brazo y me quedé enamorada, preciosos, eran paisajes que hizo desde la casería que tenía el 'Niño Amador' (entrañable amigo del pintor y otro personaje legendario de la ciudad) en la Fuente de la Peña, con unas vistas preciosas. Compré uno... ¡La alegría tan grande que le dio cuando se enteró, al cabo de un montón de años, de que era yo la que había comprado ese cuadro, la cara que puso, tenías que haberlo visto, me dio un abrazo. Parece que estoy viendo su cara ahora mismo". 

Inca Quesada tiene claro, clarísimo, qué es lo mejor de la obra de Palomino: "La parte expresionista sin ninguna duda. Por supuesto que lo que hacía a partir de fotos tenía su encanto y su toque, un cuadro de Carmelo se reconocía, que eso es lo interesante, pero lo más para mí es su parte expresionista, me vuelve loca, me encanta, me gusta muchisimo", celebra, y añade: "Carmelo no tiene imitadores, no puede imitarlo nadie, era único, él cogía el pincel por la parte de atrás, hacía cuatro rayas y a ver quién era el guapo que hacía esas cuatro rayas".

Juan Antonio Martínez Pozo (Juan Pozo en el universo de la pintura local, el movimiento asociativo y la participación política y cultural) entró en contacto con el protagonista de este reportaje en la propia casa de los Palomino, en el barrio jiennense de San Bartolomé; un inmueble decimonónico a un paso de la calle que el Ayuntamiento dedicó al pintor tras su muerte.  

 Juan Pozo y Carmelo Palomino, durante una exposición del primero en el año 1998. Foto cedida por Juan Pozo.
Juan Pozo y Carmelo Palomino, durante una exposición del primero en el año 1998. Foto cedida por Juan Pozo.

"He tenido más peleas con él que amistad, era muy borde", recuerda. "El que era realmente amigo mío entonces era Rafael, el hermano mayor; yo iba mucho a su casa, y Carmelo estaba por allí siempre curioseando, empezando a pintar". No le duelen prendas a la hora de enfatizar la 'otra cara' del artista, pero una cosa no quita la otra, y aclara: "Para mí era el mejor pintor de los últimos cincuenta años, tenía una vision de la pintura excepcional, un ojo... y sin ser académico, porque empezó Bellas Artes en Valencia y al segundo año se volvió porque decía que la pintura académica no le importaba un pimiento; tenía un don especial, una mirada especial. ¡Y porque murió muy joven, que si no hubiera llegado a una altura muy importante dentro de la pintura". 

Precisamente Juan Pozo (coordinador cultural de Izquierda Unida en el momento de fallecer Palomino) formó parte de la comisión conformada para rendirle homenaje institucional que derivó en la dedicación de su calle, la catalogación de su obra, una exposición antológica y la edición de un libro en torno a la producción de Carmelo: 

"La comisión fijó un presupuesto de diez millones de pesetas, y aunque creíamos que era una barbaridad y que no se iban a conseguir, la cosa salió para adelante". Dos décadas después, Pozo valora la huella del paso del tiempo sobre estas dos décadas desde la muerte de su amigo: "Después de aquello, el día de su fallecimiento nos juntábamos cada año un grupo de gente, pero eso ya se ha perdido, son ya veinte años". Sobre la obra del creador jiennense, concluye: "El que tiene un cuadro suyo tiene una joya, era muy bueno". Sabe de lo que habla, y hasta es capaz de rememorar un episodio que informa del aprecio que incluso desde los ambientes más populares se le concedía a su pintura:   

"Yo conservo solo un retrato, y eso que me hizo seis o siete. Una vez, entre la casa de mis padres y la mía, se me perdió uno, se caería de la baca del 600 y cuando llegué a casa, ya no estaba. Me contaba Carmelo que lo encontraron en casa de una mujer de La Magdalena con exvotos y velas, como si fuera un santo (como me pintó con barba...); fui a las marqueterías a ver si lo habian llevado allí, y a la Comisaría, a objetos perdidos, y nada. Me hizo otro una noche que nos fuimos los dos, borrachos, a la casería del 'Niño Amador', donde vivió una temporada. Esa noche, los tres bebimos en el mismo vaso de güisqui: Carmelo, el perro y yo", evoca entre sonrisas. 

Artista plástico como él, amigo y pariente, Manuel Kayser evoca a eso tan de Jaén que es un "sobrino de primos hermanos": "Cuando yo empecé a pintar, se venía conmigo. Las primeras cosas que hacía de zagalón tienen que ver con las que yo hacía; pintábamos en casa de mis padres lo que se veía: la Catedral, los tejados... Siempre he estado muy relacionado con él, nos estimábamos bastante. Hacíamos muchas cosas en conjunto, sobre todo dibujar, ir a la imprenta de su padre a por papel; pasábamos tardes noches dibujando".  

 Tío y sobrino conversan en una exposición en la Galería Jabalcuz, en 1981. Foto cedida por Manuel Kayser.
Tío y sobrino conversan en una exposición en la Galería Jabalcuz, en 1981. Foto cedida por Manuel Kayser.

Estima Kayser que la obra de su primo (se llamaban así entre ellos, como Lorca y Alberti) no corre riesgo de mermar en valor pese a los años, que su autenticidad está a salvo de la brisa de los almanaques: "Yo creo que siempre se va a valorar lo que es verdad, eso sin lugar a dudas. La verdad siempre va a salir, y yo creo que Carmelo era muy verdad. Él hizo lo que quiso, eso no hay que discutírselo".

Y puestos a definirlo artísticamente, no lo duda: "Para mí era un pintor expresionista, en ese concepto se volcaba con todo el ímpetu, con una pintura briosa, de mucho carácter", afirma, pese a que Palomino no se limitó a desarrollar los postulados plásticos de ese movimiento y, en diferentes etapas de su biografía, coqueteó y hasta profundizó en otras posibilidades pictóricas: "Se volvió hacia la figuración, hacia el realismo, donde se hacía la fotografía presente; eso no sé por qué lo hizo exactamente, quizá para demostrar que también sabía hacerlo; y luego la parte social, que yo creo que él la sentía, Carmelo tenía un corazón muy noble".

En esta línea, Kayser apunta a la influencia de Zabaleta, cuyos cuadros conoció a través de las reproducciones que se realizaban en la imprenta de su padre, el poeta Rafael Palomino Gutiérrez, y de Fernando Somoza, uno de los máximos exponentes del realismo crítico, en la producción de Palomino: "Somoza creó un grupillo donde lo social reivindicativo aparece muy de manifiesto, por eso Carmelo tiene obras con influencia de Somoza a veces". Incluso, recuerda, el madrileño "se lo llevó a la capital de España a trabajar con él una temporada, cuando apenas Somoza ya si veía".

Los lazos de sangre entre Manuel Kayser y su "sobrino de primos hermanos" fueron siempre sólidos, por más que la bohemia que rodeó la existencia del segundo los alejara: "Nos queríamos bastante, lo que pasa es que yo, por mi forma de ser, no podía admitir ese abandono de la vida; pero a mí me dolió muchísimo cuando murió, porque fue en un momento muy dulce, muy bonito de su actividad pictorica; él vivía de esa manera y estaba feliz, aunque lo pagó muy caro. Tengo un gran recuerdo suyo, nos respetábamos y nos queríamos mucho", concluye. 

Veinte años de ausencia después de cuarenta y ocho de intensísima presencia entre sus incondicionales y sus detractores (que de todo tuvo) y una obra artística que lo mantiene en plenitud conforman ese pasado del que hablaba Picasso, pero también el presente y el futuro de un hombre singular donde los hubo, donde los hay, donde los haya.  

 Invitación de una exposición de Palomino de 1995. Foto: Javier Cano
Invitación de una exposición de Palomino de 1995. Foto: Javier Cano

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