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Fisgoneo recíproco infatigable

Por Bernardo Munuera Montero - Enero 04, 2019
Fisgoneo recíproco infatigable
Foto: Pixabay.

“Si observamos la diligencia con que Bernarda quiere enterarse de lo que pasa en el pueblo, en las calles y en los hogares, y el interés que el pueblo tiene por lo que sucede en casa de Bernarda; si hurgamos en los móviles de este fisgoneo recíproco infatigable –que es necesidad vital de cuantos en él participan—, veremos en seguida que la convivencia no se basa en la tolerancia, ni en el amor, ni siquiera en la indiferencia, sino en el odio, en la envidia y el resentimiento.”

Por eso rompí con W. después de cinco años. La relación espiraba mal olor, nuestra unión era un cuerpo que empezaba a pudrirse. Su interés ya no era el mío. No le encontraba ningún aliciente a seguir con W. Atrás quedó la tolerancia y el amor. Nos invadió el fisgoneo recíproco infatigable, como escribía Torrente Ballester en un ensayito sobre La casa de Bernarda Alba; ¡qué coño!, se nos agotó el amor de tanto trasiego: “Gracias, W., por todos estos años”, le dije. Me jodió decírselo después de la cena de Nochebuena, la verdad, eso sí, pero era lo mejor para los dos. Me despedí para siempre de ella. Habíamos llegado a tal punto que parecía que la jaula –ella– había ido siempre detrás del pájaro –yo–.  La situación era insostenible. Además, llevaba un tiempo saliendo con su amiga T., y la experiencia de tratarlas a las dos por separado me posibilitaba comparar. Me di cuenta rápido de que disfrutaba más cuando estaba con T. Siempre prefería a T. Me parecía mejor.  

Decidí abandonar a W. en Nochebuena porque era una fecha que no olvidaría. Es más, me acordé de repente de un libro que había leído hace poco: El dolor de los demás. El escritor había sacado sus demonios contando qué hizo su mejor amigo en la Nochebuena de 1996: asesinar a su hermana para después huir con el coche del padre a las cinco de la mañana y tirarse por un cabezo. Sucedió en Murcia. Y se mató, claro. Estos sucesos no se olvidan nunca. Imagínate a ese padre. Imagina a esa madre; perdió la cordura. Lo normal. ¿Cómo vas a olvidar quedarte sin hijos en una Nochebuena? O lo que contaba Gaddis –esto no viene mucho a cuento, pero no se les olvidaría tampoco– en su libro Los reconocimientos: que una niña fue brutalmente violada con doce años después de hacer la primera comunión por un hombre que pensaba que podía curarse de una enfermedad rara. Pensaba, cuenta Gaddis, que haciendo semejante comercio con una virgen... Pobre niña, digo yo. Pobre pequeña novia bizca, escribía Gaddis. Pero a lo que voy, por eso abandoné a W. en la Nochebuena de 2018. Tanto ella como yo lo recordaríamos para siempre.

Es verdad que hasta la última Nochebuena habíamos tenido muchos metesaca. No nos cansábamos. Éramos infatigables. Pero el asunto empezó a agobiarme. No conseguía concentrarme, no era capaz de encontrar a otra amiga, a S. (Soledad en la vida real). La imaginación se había secado. Era como si hubiese perdido una guerra, como si cada día que transcurría perdiera conocimiento, información, capacidad de aprendizaje; como si cada día que pasaba junto a W. fuese más ignorante, como si mi ignorancia hubiese empezado a transformarse, además de en más ignorancia, en filistea ignorancia. Lo más vil de lo vil.

En fin, cómo me alegro de haber dicho basta un 24 de diciembre. Recuerdo, y con esto acabo, que antes de tomar la definitiva decisión, por la tarde, llamé a Ryder Carroll, mi amigo norteamericano. Sabía que a él le iba muy bien después de haber tomado una decisión similar. Nos lo cuenta en su último libro, Bullet Journal, porque Ryder también tocó fondo, como quizás lo toques hoy tú cuando alguien, que no conoces de nada, te incluya en el grupo número veinticinco de WhatsApp. Joder, te deseo mucha suerte, pero no me lo cuentes por WhatsApp, por favor, sino por Telegram; y si es necesario que me entere. Gracias.

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