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Kakistocracia

Por Francisco López Góngora - Abril 27, 2019
Kakistocracia
Basura acumulada en la calle Millán de Priego. Foto: Manuel Pérez López

El precio del aceite, del que depende la provincia de Jaén más que Drácula de la sangre, que ya es decir, ha bajado un treinta por ciento desde el inicio de la campaña. Es para cortarse las venas, (seguro que si lo hacemos a Drácula le damos una alegría). Claro que eso, lo de cortarse las venas, podría interpretarse como victimismo. Que en Jaén somos victimistas lo leo con mucha frecuencia.

El victimismo consiste en una tendencia a considerarse víctima o hacerse pasar por tal, según la RAE. ¿Somos victimistas? Es posible. Todos necesitamos un abrazo de vez en cuando. ¿Somos víctimas? Entiendo que sí. ¿De qué o de quiénes? Somos víctimas en primer lugar del latifundio y del monocultivo del olivo. Buenos euros ha dado y dará, sobre todo con la guinda de la subvención, pero si los olivos son milenarios hemos tenido un milenio para pensar en diversificar un poco, ¿no? Por aquello de no poner todos los huevos en la misma cesta, por no arriesgarnos a depender de un producto cuyo precio se desploma un treinta por ciento en un suspiro. Somos víctimas, además, de la falta de iniciativa privada. Pertenecemos a una provincia donde abundan los comerciantes, -bien saben que el desplome del precio del aceite se traducirá en un descenso doloroso de las ventas- y escasean los fabricantes.

Somos víctimas, además, en la capital del Santo Reino, por poner un ejemplo cercano, de nuestra histórica clase política. 550 millones en 2017, 565 millones en 2018, y se prevé que el déficit de la ciudad de Jaén sea en 2019 de 570 y pico millones de euros, y todo ello para tener la ciudad hecha una auténtica porquería. Eso no se consigue de la noche a la mañana, hay que ponerle empeño día tras día, malgastar, enchufar… qué de cosas no habrá que desbaratar, cuántos caudales distraer —a ver si la justicia nos lo aclara— para conseguir un incremento medio del déficit de catorce millones de euros cada año durante más de cuatro decenios, hasta lograr el colapso de la capital. Somos víctimas de una degeneración de la democracia llamada kakistocracia, —del griego kakistos, plural superlativo de kakos: vil, nocivo, incapaz, y cracia: gobierno. Literalmente, el Gobierno de los Peores.
Somos víctimas históricas en lo municipal del Gobierno de los Peores. Pero no nos deprimamos: creo que somos campeones nacionales del déficit por habitante. Campeones, nada menos. Gracias a la Kakistocracia, al Gobierno de los Peores.

En la ciudad del tranvía a ninguna parte vivo en el barrio de la Magdalena, tan cerca de la fuente del lagarto que ya, en lugar de saludarnos, arqueamos el lagarto y yo una ceja cuando nos cruzamos. Me gusta mucho vivir entre monumentos, rodeado de piedra antigua: iglesias varias, Baños árabes, Archivo histórico. No me gusta vivir entre tanta piedra ruinosa de edificio abandonado que se desmorona por inacción municipal, y me deprime el abandono del casco antiguo, de la ciudad en general. El estado de las calles de la zona histórica es vergonzoso, tercermundista. Me duele, en este contexto de miseria, lo que perpetraron en las plazas Deán Mazas y de Santa María.

La intervención municipal consistió en arrancar casi todas las plantas y los árboles, poner baldosones grotescos y convertirlas en páramos sin alma. En Deán Mazas, ahora llamada por muchos Deán Terrazas, han colocado un farolón en mitad de la llanura para intentar disimular un poco el vacío, la nada en que la han convertido. Los camiones mastodónticos del World Padel Tour machacaron como nueces aquellos focos carísimos dispuestos a ras de suelo para iluminar las no menos carísimas fuentes de la plaza de Santa María, y ahí siguen, convertidos en escombro. Los beneficios económicos del padel se los tragó la tierra mientras sus estragos ahí siguen, a la vista de todos.

¿Víctimismo? El primer contenedor de reciclaje de plásticos se halla a un kilómetro del raudal de la Magdalena, por el centro. A los vecinos del barrio nos gustaría reciclar, si no es molestia, depositando los plásticos, el cristal y el cartón en contenedores próximos. Así podremos demostrar que no somos indios, pese a que el trato que recibimos desde la Plaza de Santa María sea el dispensado a territorio comanche. O zona roja, como prefieran. Que igual van por ahí los tiros.

No deja de sorprenderme la existencia de personas que se postulan para alcalde/sa y concejal/a. Muchas, supongo, con ilusión y de buena fe. Con la bancarrota que llevamos a cuestas, yo sufriría por no poder darle a Jaén más, porque Jaén merece más, sin duda, y no sé si sería posible ofrecérselo teniendo que hacer frente al asfixiante vencimiento de intereses de la deuda municipal. La verdad, me parece casi imposible la labor, salvar a la ciudad de la kakistocracia y gestionarla sin aumentar la deuda. Sólo para arreglar las calles nos hacen falta millones de euros que nunca tendremos. En cualquier caso, si me decidiera, me postularía como mal menor. Me fío más o menos de mí, —sin excesos—, y más de mí que de algunas o algunos que veo pidiendo el voto, vistas sus obras o sus propuestas. Mi eslogan, simple: Vota al partido Mal Menor. Democrático, eso sí. Mal Menor Democrático. (No confundir con el Mar Menor, que está en Murcia). No, mejor no me presento que luego hay que comulgar con las ruedas de molino que imponen los partidos desde fuera de la ciudad contra los íntimos intereses de la misma, y para eso no tengo el estómago ni las tragaderas que tienen otros. Aunque me tienta, no crean, eso de mandar, gestionar otra ampliación de crédito, distribuir las pocas monedas que sobrevivan en las arcas de la ciudad en función de mi propia ideología, de mis propios gustos, mis colegas de partido, my way.

El caso es que estoy decidido a aprovechar la campaña. No la del aceite, que también, —el precio actual lo convierte en una saludable ganga— sino la otra, la electoral. Analizaré las propuestas políticas de forma desapasionada, estudiaré a los partidos como a empresas que operan en un mercado competitivo ofreciendo su producto con la intención de que les compren el mayor número posible de unidades, con votos que se traducirán en euros que costeen su funcionamiento... Me informaré y acabaré comprando el producto de aquel partido que dignifique mi barrio, que se comprometa a reducir el déficit y a gestionar bien. Votaré, como buen consumidor, a las siglas que me vendan el detergente que lave más blanco decencia con extra de suavizante de inteligencia. Si no lo hay, sin duda lo habrá.

Llegados a este punto tenía intención de denunciar la conducta de quienes se postulan para gobernar el municipio en nombre de unos principios políticos, y si no te gustan tienen otros, como decía Groucho Marx, y si no te gustan otros-otros, siempre que consigan la franquicia. De oca a oca saltan como salmones en pos del desove inverso, de un partido a otro, y a otro, buscando escurridizos la oportunidad de seguir en el negocio sirviéndonos -liberados, cómo no- por los siglos de los siglos. Bien saben que no faltará una partida de crédito en la bancarrota para pagar su amor a la ciudad, sus imprescindibles oficios. Pero quién soy yo, me digo, para censurar a quien milita en tres partidos en unos pocos años si el transfuguismo entre los partidos implicados marca tendencia en la nación toda.

Me pedía el cuerpo sacarles los colores a las criaturas y ya ven, ni ese gusto puedo darme: la realidad ha convertido el oportunismo político desvergonzado en actos consecuentes, rebosantes de lógica y de ética, en pura evolución de la especie, en marca personal, —selfbranding, que dicen los pedantes pidiendo a gritos una guantá a mano llena como la que se llevó El Caranchoa—. Con este panorama, que no le deja a uno ni el derecho a la pataleta, -ignoro si victimista o víctima—, me dan ganas de irme a New York, donde practican el aborto después del nacimiento, según un tal Suárez, para que hagan lo propio conmigo, talludito ya, y terminen de una vez mis sufrimientos jaeneros.

P.D. Justo antes de enviar este artículo salta palpitante la noticia de que le han concedido un nuevo premio a la ciudad de Jaén. Lo concede la OCU a la ciudad más sucia de España. Ya no somos campeones, sino bicampeones, oé, si sumamos el campeonato conseguido al déficit por habitante. No, si al final verán ustedes cómo acabo cortándome las venas en el avión a New York.

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