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"La crisis sanitaria ha evidenciado las debilidades de la educación"

Por Fran Cano - Junio 27, 2021
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Alejandro Manuel Caño López (Frailes, 1961) cumplió los 60 años el pasado mes de febrero y cerró más de media vida dedicado a la enseñanza. Después de haber enseñado en aldeas, en pueblos de Granada y de Jaén, el punto final fue el IES Alfonso XI de Alcalá la Real, donde ha estado más de una década procedente del instituto vecino, el IES Antonio de Mendoza.

Profesor de Matemáticas, asegura que lo ha pasado mal durante la pandemia y subraya que quizá lo único positivo del coronavirus en las aulas es que las deficiencias en la educación han quedado al descubierto. Caño abre la puerta de su casa, en Frailes, a quien fue su alumno para hablar precisamente del sistema educativo, de la adolescencia, del enfrentamiento natural con los padres y de la vocación.

—Quién le iba a decir que sus dos últimos cursos lidiaría con una pandemia en las aulas. ¿Cómo lo ha llevado?

—Malamente. Las instrucciones en Andalucía no es que fuesen buenas ni malas, pero hemos retrocedido 30 años. Yo en clase de Matemáticas no podía interactuar con los niños, porque no podían salir a la pizarra. Yo no me podía acercar a los estudiantes a corregirle las libretas ni llevármelas a mi casa ni manipularlas en clase. Soy defensor de la enseñanza digital, pero resultó horrible. La semipresencialidad en 2021, mientras he dado clase, fue muy mal. Además yo la solicité desde el inicio porque era personal de riesgo.

—En este medio hablamos la semana pasada con debutantes en la PEvAU. Admitieron las dificultades con el virus, pero no había rastro de queja. ¿Qué le dice eso?

—No lo sé. Personalmente creo que la pandemia no ha ayudado a la educación. Mi asignatura es muy interactiva, como casi todas. Por muchos vídeos que pongas tú necesitas que el alumno te pregunte dudas. La brecha digital existe. Hasta a los profesores se nos ha caído la conexión en las videoconferencias. Imagine a los niños. Bastante peor para ellos. Se ha hecho lo que se ha podido. Selectividad cambió también. Por cierto, he comparado los exámenes de Andalucía y los de Madrid y son iguales de difíciles o de fáciles. No hay diferencia entre autonomía.

—¿La pandemia ha demostrado que la presencialidad marca la diferencia en la educación?

—Es necesaria. Insisto, en mi asignatura es fundamental. Al alumno hay que resolverle la duda cuando le surge. Le pongo un ejemplo de lo que pasó en la pandemia: de 30 alumnos igual sólo había uno que se atrevía a mandarme una foto para consultar una duda. Eso suponía retomar el ejercicio, escanearlo y volverlo a mandar. Y yo me quedo sin saber si el estudiante se ha enterado. Se pierde la conversación. En clase el alumno levante la mano, todo el mundo se entera y seguimos adelante. Nos hemos dado cuenta de que eso es obligatorio. Yo lo he pasado muy mal, la verdad. Llegaba a clase y no podía acercarme a los alumnos. He sido el típico profesor catedrático en el peor sentido de la expresión: llegaba al aula, daba mi clase y para casa.

—¿Ha dejado la pandemia algo positivo en la educación?

—Lo más positivo es que hemos asumido las deficiencias que tenemos. La gente dudaba aún de la enseñanza virtual. Nos pensábamos que Google lo sabe todo y que hay vídeos de todo. Algunos compañeros el año pasado incluso se grababan en casa y daban su clase y hasta mañana. Nos hemos dado cuenta de que eso no sirvió para mucho.

Por otro lado, el alumnado de segundo de Bachillerato ha valorado lo injusto que es vivir en el sentido de que quien pillaba el coronavirus no podía presentarse a Selectividad. La mayoría me decía: 'Yo no salgo de fiesta. Lo que dicen en la tele de la juventud es mentira'. ¿Qué pasa si te pones malo y pierdes un año entero? Había conciencia en segundo de Bachillerato.

—Se jubiló en febrero. ¿Cómo ha sido vivir el fin de curso ya fuera de escena?

—Mañana [por el pasado miércoles] voy a la fiesta de fin de curso de cuarto de la ESO. Me han invitado y me despediré de ellos. Pero yo acabé el curso el 25 de febrero, en mi cumpleaños, y lo dejé todo zanjado. A mi sustituto le dije: 'Si me necesitas, no me llames'. Yo quería desconectar de verdad.

—Imagino que no le ha dado tiempo a extrañar el trabajo.

—No. Echo de menos días especiales como la Yincana Matemática, por ejemplo.

—Llevaba 35 años trabajando. Debe de ser raro levantarse un día y ya no tener el roce con los compañeros.

—No, porque desconecté de todo lo virtual, incluso del correo electrónico del instituto. El otro día un compañero me pidió ayudarle para una jornada de ajedrez, le dije que sin problemas y se dio cuenta de que verdad estoy fuera del mapa en cuanto a WhatsApp y el resto de canales. Es como si me hubiese ido de vacaciones. Algún día especial sí lo echas de mano. Por cierto, el mismo día que me aprobaron la jubilación voluntaria mi hijo Alejandro lo llamaron para trabajar de profesor en Totana (Murcia). Dejó un trabajo en Londres muy bien remunerado porque sentía que tenía cosas que decirle a la juventud.

"NO HE NOTADO DIFERENCIAS ENTRE LA JUVENTUD DE HACE 30 AÑOS Y LA DE AHORA"

—Usted empezó dando clase en la Universidad sin contrato a alumnos que eran sus amigos. ¿Cómo lo llevó?

—Eso (ríe) es regular. Yo daba prácticas en Matemáticas, problemas al fin y al cabo. Quizá lo que peor llevé fue cuando empecé a dar clase en el instituto a segundo de Bachillerato y las niñas tenían 20 años y yo, 24. Era delicado poner normas a gente que es de tu edad. De hecho, a esa edad ya es difícil ponerse las normas uno mismo. Es complicado.

—También se desarrolló en ambientes rurales, con presencia en aldeas como Hoya del Salobral (Noalejo) y Los Rosales (Frailes).

—Mi hermano tenía el carné de conducir. En estas aldeas no había maestros y aprovechamos para ganar algo de dinero y montamos las Escuelas de Verano en julio y en agosto.

—¿Era más bonito dar clase donde quizá se valoraba más aquella oportunidad?

—Claro. La diferencia entre las clases normales y las particulares es que éstas eran más sencillas. No había problemas de disciplina, por ejemplo. Es curioso porque muchos de los alumnos luego los he visto y te recuerdan con cariño.

—Y ha sido profesor en pueblos de Granada y de Jaén, provincias que somos vecinas. ¿Advirtió diferencias importantes en la forma de afrontar la educación?

—No creo que haya muchas diferencias. Supongo que será por la cercanía, por ser la misma comunidad. Los alumnos son más o menos de la misma forma. Ni siquiera he notado la diferencia entre la juventud de hace 30 años ni los de ahora. Soy de los que piensa que los tiempos futuros son mejores. Los problemas son siempre los mismos. Yo he tratado la adolescencia.

—Las inquietudes de los jóvenes no cambian tanto.

—No, se trata de vivir de lo mejor posible. Y las referencias son siempre buenas. Yo creo que siempre se ha dicho lo de 'qué mal van los jóvenes'. Conmigo lo decían mis padres. Soy el de en medio de tres hermanos. Mi hermano mayor, ojito derecho de mi padre. Mi hermana menor, la querida. Y luego estoy yo, que no soy nadie. Mi padre y mi padre siempre ensalzaban a mis hermanos y no decían nada de mí. Y si lo decían, era para decir lo malo que era. Que si vividor, que si no trabajaba. Luego todo es mentira. Todo lo contrario. A lo que voy: en mi juventud quienes éramos un poco distintos y no seguíamos las normas teníamos problemas. Yo me peleé con mis padres por ese motivo.

—¿Y eso le motivó?

—Mi orgullo estaba ahí. Mis padres querían que siguiese la estela de mi hermano, de estudiar en Jaén. Yo tenía que irme allí y nos peleamos. Nos dejamos de hablar incluso mucho tiempo con mi madre mediando. Lo entiendo perfectamente. A ellos se les iba el mundo con que yo fuese la Universidad de Granada. Los padres seguimos pensando lo mismo: 'A dónde irán estos niñatos que no saben nada'. Es normal. Como lo sufrí, quizá lo entiendo mejor. Y con mis compañeros he bregado por eso: no hagamos juicios de valores de los jóvenes si no vivimos con ellos.

—En el IES Antonio de Mendoza fue jefe de estudios. ¿Qué hace falta para hacerlo bien en ese cargo?

—Para hacerlo bien hay que tener virtud, mano izquierda. El 'Antonio de Mendoza' es más pequeño. La comunidad educativa del 'Alfonso XI' es como Frailes. Al final eres casi como un alcalde. Hace falta don de gentes.

—Recuerdo que en los noventa el 'Antonio de Mendoza' era, y lo digo sin desprecio como exalumno, el instituto de las aldeas.

—Sí, sí. Cambiamos aquella percepción. En aquel momento, cuando nació el instituto, estaba ligado a la gente marginal y la de las aldeas. En Alcalá la Real aún no hay zonificación. Y lo que sí conseguimos es que los padres pudiesen elegir cada centro. Nos llevamos la reprimenda del inspector, que nos dijo que estábamos tocando una cosa que no nos importa. Yo sólo defendí que los padres eligiesen centro. Nosotros nos quedamos con los padres que querían quedarse en el 'Antonio de Mendoza'.

—Al final ha estado más tiempo en el IES Alfonso XI (doce años) que en el 'Antonio de Mendoza'(diez). ¿Ha crecido Alcalá la Real en cuanto a calidad educativa?

—Mire, un profesor de instituto no debe estar más de ocho o diez años en el mismo centro. Se termina quemando. Hablo de profesores con inquietudes y con proyectos. En el 'Antonio de Mendoza' di con gente genial como Jesús Serrano, de Dibujo, o Antonio Quesada, con quien llegué junto. Fundamos la revista Pasaje a la Ciencia y nos dieron un premio. Pusimos en valor la parte de Los Tajos con los alumnos. Y, como le digo, en ocho o diez años los proyectos se hacen si hay buen ambiente. Por eso me cambié de centro. Y he estado doce años en el 'Alfonso XI' porque ya me jubilaba y no tenía sentido cambiar sólo para dos años. Imagine si me llego a ir a otro sitio en este tiempo de la pandemia. En definitiva, son dos buenos institutos.

"LA RATIO DE MÁS DE 30 ALUMNOS ES ILEGAL"

—Imagino que lo peor de su profesión será tener delante a un alumno que no quiere estar en clase.

—(Silencio). Es que esa visión no es. Quiero decir, la enseñanza debe ser obligatoria hasta los 16 años. Los chavales con 14 ó 15 años no saben lo que quieren, y por eso lo de la obligatoriedad. El tema es que no lo noten. Y en mi asignatura es muy complicado. La mayoría de los proyectos van pensados en esa idea, como ocurre con la Yincana Matemáticas o con Matemáticas en la Calle. Hay que motivar. No es problema de que los alumnos no quieren, sino de que a veces no somos capaces de conectar y de pensar que somos servicios público. Estamos ahí para que el niño aprenda.

Hay una cosa que todavía no entienden los políticos: la ratio. Es una de las cosas que la pandemia ha evidenciado. La ratio de más de 30 o de incluso 40 alumnos es ilegal, y con la crisis sanitaria hasta la Administración se ha dado cuenta que la ratio es necesaria.

—Menos es más.

—Menos es más. Y luego hay otros proyectos que con el tiempo se irán como el doble profesor en clase para los alumnos con más dificultades. Por cierto, hay profesores que no admitimos que venga otro a nuestra clase. Hay muchas formas de mejorar la enseñanza. Creemos que España es una superpotencia y es lo que es, como nos enseña cada año el Informe Pisa.

—A menudo se habla de la importancia de la vocación en la docencia. ¿Es tan así? ¿Hay que 'llevarlo dentro' para ser un buen profesor?

—A veces no lo sabes. Yo iba predestinado a la investigación, con mi tesis. Por circunstancias que no vienen a cuento aquello se fue al garete. Bueno, era el tema económico. Luego te das cuenta de que aquellas carencias que detectabas con 14 ó 15 años en el instituto puedes cambiarlas con la vocación. Es necesaria, sí. Entonces no lo sabía. Con 14 ó 15 años ya estaba yo con los chavales intentado ayudar.

Los jóvenes profesores son bastantes peores que los antiguos, en términos generales. Me hace gracia quien aprueba las oposiciones, llega al instituto y suelta: 'Ya he descansado. Ya no tengo esa preocupación'. La realidad es que justo en ese momento es cuando el profesor empieza, cuando se va a enterar de lo que vale un peine. Mi hijo Alejandro está alucinando y el paso que ha dado es por vocación. Ha estado seis meses dando clase y ya tiene experiencias que le hacen darse cuenta de lo que es la educación.

—Pero ¿nunca le pasó eso de levantarse una mañana y no tener ganas de ir a clase?

—No. Para eso he sido muy crítico. Hay gente que no puede ir a clase porque lo pasa mal, porque no es su trabajo. Cualquier escritor puede dar clases de Lengua sin ningún problema. Ahora, ¿otra persona puede dar claseS de Lengua? Bueno. Ahí nos quedamos, en el 'bueno'. No sé cuál es el porcentaje de la vocación, pero es necesaria. Uno tiene que ir a gusto a su trabajo. Su profesión, la de periodista, la tiene que defender, aunque un día se vaya a plantar tomates. En mi caso, y eso que con los niños pasa de todo, no he tenido esa mala suerte. A los compañeros que están mal les digo que lo dejen. Los 1.500, 1.800 ó 2.000 euros de sueldo no valen nada si todas las mañanas vas al instituto a pasarlo mal.

—El dinero no vale nada si lo vives como un calvario.

—Claro. Trabajas con adolescentes. Esa gente que parece que no quiere estar allí. Y tu trabajo es hacer que quieran estar allí por difícil que sea. Además en el aula a menudo se toman decisiones instantáneas que deben ser muy justas. Tienen que ser muy justas. Como digo, la vocación y la curiosidad son muy importantes.

—¿Y ahora qué? ¿Cuáles son sus planes?

—Tengo ahí la autocaravana y me han inyectado la primera dosis de la vacuna. Me pondré la segunda pronto. Mi mujer y yo hemos decidido quedarnos en Frailes en el verano, porque aquí se pasa muy bien. A partir de septiembre u octubre, carretera y manta. Queremos repetir un viaje por 10 países de Europa. Y hace un par de años recorrimos perimetralmente España en 40 días. Queremos volver a hacerlo y disfrutar lo mejor posible.

—Estamos en Frailes. Usted ha vivido más en pueblo que en ciudad. Una vez asentado en la villa, ¿ha sentido curiosidad por la vida de las grandes ciudades?

—No, me da igual (ríe). Me da igual. Estuve en Granada y en Jaén viviendo. Cuando residí en Porcuna no iba a la ciudad. Mi mujer y yo decidimos vivir en Frailes. Y yo podía haberme quedado en Granada. Queríamos vivir en pueblo. Encajó Frailes y genial. Con 27 años tuve mi primer hijo y con 31, el segundo. Y yo lo tenía claro. Preferíamos la vida aquí. La pandemia ha puesto en valor el mundo rural.

Fotografías y vídeo: Fran Cano.

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