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No te rías, que es peor

Por Juan Luis Sotés - Enero 20, 2017
No te rías, que es peor
Sotés analiza el tabú de reír sobre asuntos polémicos.

Tengo un chiste que me quema la punta de la lengua pero, sinceramente, el miedo me atenaza. Se me ocurrió hace unos días leyendo una biografía sobre Octavio Augusto en la que se relata con todo lujo de detalles el brutal asesinato de Julio César a manos de un grupo de senadores. Y la cosa tiene su gracia porque uno de los conjurados se llamaba Bruto y, además, era hijo de su amante predilecta. Pero no, me resisto a contarlo en público no tanto por el temor a herir sensibilidades como por las consecuencias judiciales que de mi imprudencia pudieran derivarse. Ya puedo ver los titulares: “El fiscal pide dos años y seis meses de cárcel por un presunto delito de enaltecimiento del magnicidio”. Y tengo una reputación, oigan.

Liberación, catarsis, autodefensa frente a nuestros temores, frente a la lógica abstracta que impone la razón pura… Desde Aristóteles a Bergson, los filósofos han elaborado sus propias teorías sobre el humor y la risa en las que, más o menos, converge un elemento común: el distanciamiento frente a la realidad. Algo difícil de explicar en una sociedad postindustrial como la nuestra, la sociedad del espectáculo que profetizó Debord (mitad borracho, mitad libertario), en la que la representación ha suplantado a esa misma realidad.

El profesor Peter McGraw de la Universidad de Colorado ha aplicado recientemente el método científico a la búsqueda del humor en la tragedia. ¿Recuerdan aquella memorable frase pronunciada por Alan Alda en 'Delitos y Faltas', “la comedia es tragedia más tiempo”? Pues esa es una de las conclusiones a las que ha llegado McGraw.

Para él existen tres factores en los que la distancia resulta determinante para que un chiste nos haga gracia: el temporal, el geográfico y el social. Tres elementos que nos acercan o separan de esa realidad de la que pretendemos mofarnos. Un ejemplo: piensen en las Torres Gemelas y en alguna ocurrencia pronunciada ese mismo día. No tiene puñetera gracia. Pero la cosa es más grave aún si somos neoyorquinos, y no digamos ya si somos un bombero en pleno desescombro. En cambio, ese mismo chiste contado hoy en un bar de Cuenca nos parece más tolerable y, dependiendo del tono y el contexto, hasta podemos soltar una carcajada. Aquí podríamos añadir incluso un cuarto factor como es la distancia con respecto a la persona que hace el chiste, con lo que la misma chanza nos puede repeler en labios de un desconocido pero no si la suelta nuestro mejor amigo, de cuya humanidad no dudamos un ápice.

En su libro The Humor Code, Peter McGraw desarrolla su propia fórmula, la de “la transgresión benigna”; es decir, una violación de los principios morales (lógico-lingüísticos, sociales,…) sin consecuencias graves. Es el chiste del mono: “¿Por qué se cayó el mono del árbol? Porque estaba muerto”. Puede que no sea una cima del humor pero si nos hace gracia es porque el mono del chiste no existe en realidad.

En el humor, como en cualquier otra creación humana, existe siempre un pacto previo entre las partes que es el que delimita el terreno de juego. Es como un aviso: “Está entrando usted en el mundo del chiste. A partir de aquí quedan suspendidas momentáneamente las reglas que rigen nuestra vida social”. Y sí, aunque el humor también forma parte de esa misma vida social, debemos entenderlo como un paréntesis. Otra cosa es la cuestión del 'buen gusto', donde entran en juego los juicios morales y estéticos, la sensibilidad y la ofensa pero nunca, nunca, deberían entrar otro tipo de juicios.

Y todo esto, mire usted, para decir que la actuación del fiscal en el caso de los tuits sobre Carrero Blanco o en el anterior “caso Zapata” o en tantos otros es una miserable táctica ideológica y política con el único fin de que la chavalada alborotada se lo piense dos veces antes de abrir la boca no sea qué. Pero claro, háblales tú de Bergson y de Kierkegaard a tan probos funcionarios, a ver qué cara te ponen.

Por eso, señores togados, someto a su consideración estas dudas que me corroen: ¿Puedo contar ya mi chiste sobre Julio César?, ¿Puedo hacer un chascarrillo con los muertos en el incendio de Lisboa de 1755? ¿Y sobre un atentado en Bagdad la pasada semana del que apenas se hizo eco la prensa? ¿Puedo bromear sobre el holocausto si soy alemán o solo se me permite si soy judío? ¿Es lícito decir que lo de Mateo Morral tuvo su gracia? ¿Y si me río de Lasa y Zabala? Lo sé, demasiadas preguntas, hay que pensar mucho y no existen respuestas totalmente satisfactorias. Se lo pondré más fácil entonces: muéstrenme el artículo del Código Penal en el que se establece que uno debería ir a la cárcel por ser un capullo que se toma a chirigota hasta lo más sagrado.

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