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Se trataba de perder la cabeza

Por Bernardo Munuera Montero - Julio 03, 2017
Se trataba de perder la cabeza
Tomás Moro, analizado por blumm, que justo ahora lee un libro sobre Tomás Moro. Foto: Casa del Libro.

«Estar dispuesto a morir por alguien que nunca hemos visto, cuya voz nunca hemos oído, eso es todo el cristianismo.» Julien Green.

La cita tiene más miga que la barra de pan de Pulgarcito. Pero tranquilícense, ni voy a escribir de cristianismo ni sobre qué cura el alma. Si tienen dudas de fe acudan a las fuentes: fuentes, más fuentes, las fuentes; que si un catecismo por aquí y un Nuevo Testamento por allá, un párroco con tiempo y dispuesto y una misa en las Bernardas, en fin, lo de siempre, y aquello que cantaban de que el vicio de una persona viciosa no vicia al novicio. Tampoco olviden comprar las magdalenas del convento; están muy buenas. Después, con la bolsita de madalenas en la mano, paseen por la Alameda, que estará limpia; no saben lo que sudan los trabajadores del Excelentísimo Ayuntamiento de Jaén para tenerla preparada, a primera hora de la mañana, para el orín de sus mascotas. Jaén se merece una Alameda así.

Pero hoy quería hablar del protagonista del libro que estoy leyendo. Si se han dado cuenta siempre cito un libro en mis artículos. Lo confieso: no sabría de qué escribir si no estuviera leyendo algo. Los libros alimentan mi seso y me insinúan el tema. El libro de hoy se titula Tomás Moro: un hombre para todas las horas, de Álvaro Silva y lo traigo a Lacontradejaén porque en esta semana de julio, además del sietedejuliosanfermín, se cumplirán cuatrocientos ochenta y dos (¡482!) años desde que le cortaron la cabeza a Tomás Moro.
Y me preguntaba —porque lo admiro— por qué no dedicar un «acuérdate» en estas páginas, un memento y un refrescar, un escribir su nombre y un recordar otra vez casi quinientos años después. Siempre admiré a este tipo por su integridad. La integridad atrae, ¿a usted no le atrae la integridad? A mí me fascina. Por ejemplo, en Twitter tengo una lista privadísima de gente íntegra. Es difícil, ¿saben? Ser íntegro ahí y en cualquier sitio es muy difícil; la corriente es tan fuerte que ni el salmón más bragao. En Facebook somos más naturales. Allí vas a tomarte la caña de cerveza con tus «amigos» y a repartir likes y likes para de vez en cuando dejar escapar un «me encanta». Apasionante.
Yo descubrí a Moro en una feria del libro del IES Auringis. Cursaba 3º de BUP. No me pregunten qué hacía a esa edad comprando Utopía. Ni idea. Un libro que he perdido, por cierto. Lo presté y, te cuenten lo que te cuenten, los libros que prestas son libros que pierdes y, o los reclamas con enérgica cortesía, o tendrás que comprarte otro.

Si les digo la verdad la idea original para este artículo me la proporcionó lo que viene a continuación. Desde luego que quería que fuese un memento a santo Tomás Moro y quizás opté por lo más escabroso. Pero había que calibrar su integridad y sobre todo, su humor. ¿Sabían que desalmó a su verdugo? Así: «Fíjese que mi barba ha crecido en la cárcel; es decir, ella no ha sido desobediente al rey, por lo tanto no hay por qué cortarla. Permítame que la aparte». Pues bien, en las primeras páginas del libro de Álvaro Silva se relata por qué le cortaron la cabeza: por traidor a la Corona. Pero la primera opción no iba a ser esa. Después del juicio sumarísimo lo que primero iban a hacer era ahorcarlo y una vez ahorcado sajar sus miembros en vivo. Después sería castrado y sus entrañas abiertas, arrancadas y quemadas delante de sus propios ojos, para al final, degollarlo. Pero había un plan B. Enrique VIII conmutó la pena: «El hacha del verdugo cortó de un golpe la cabeza de Moro en la mañana del 6 de julio de 1535». Se cuenta que su hija adoptiva, Margaret Clement, fue la única familiar testigo ocular de la ejecución y se encargó de que el cuerpo descabezado pudiera ser entregado a su madre y segunda esposa.

La cabeza fue hervida por los guardias de la Torre para preservarla y exhibirla de manera pública, como era costumbre, como amenaza y escarmiento a la población. Pero la hirvieron demasiado y ennegrecida, era irreconocible. No obstante, fue «clavada sobre un palo en el puente de Londres» y aun así su hija la reconoció: a Tomás Moro le faltaba un diente.
«¡No quiero saber más!», me dirán; pues anoten esta película: Un hombre para la eternidad. Y si quieren saberlo todo, acudan a las fuentes. Lean. Después pueden contarlo como les dé la gana.

Blumm escribe en blumm.blog todas las semanas.

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