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Regala Momo

Por Bernardo Munuera Montero - Diciembre 28, 2018
Regala Momo

Momo cambiaba la vida de mucha gente todos los años y siempre lo hacía hacia el final del mes de agosto. Momo era una niña que se daba cuenta de los detalles que la vida ofrecía. Así, por ejemplo, se callaba cuando detectaba la importancia de tildar la forma del verbo “hacía” para diferenciarlo de la preposición “hacia”. Hasta mediante. Momo se callaba. Siempre. Pero Momo solía cambiar la vida de la gente al comienzo del curso escolar. Me asombré cuando supe cuánta gente leía Momo la última semana de agosto. A mí me había pasado también. Momo era una niña que se dejaba leer muy bien en agosto y tardé tiempo en comprender lo que hacía con la vida de los habitantes de una ciudad. Ahora, pongamos que era Madrid, por ejemplo. En Madrid leerán más a Momo que en Granada. Pero bueno, a mí Momo no me habló; Momo siempre callaba. 

Había leído Momo con trece o catorce años; sí, leí a Momo a una edad muy difícil y muy ruidosa. Una edad en la que la cabeza nunca estaba encima de los hombros. Es la frase hecha que repetían tus padres. Porque siempre estabas pensando en chorradas; por ejemplo, a esa edad te gustaba montar a las compañeras de clase en el Vespino de tu amigo Domingo para comprobar hasta dónde llegaba la inercia y la presión de sus cuerpos en una frenada. Esos experimentos de Física eran una chorrada que después contabas con todos los detalles en los recreos. David se desternillaba. Joder, David, qué prenda. Acabó de carnicero. “Sí, sí, a mí me gusta la carne”, decía. Fíjate. Pero sí, aquella era la edad en la que no te enterabas de nada y por ese motivo discutías con tus padres muy fácil. Se discutía muy fácil y muy a menudo, sobre todo con tu madre. Y por tonterías: encontrarte un plato de lentejas en la mesa de la cocina después de una durísima mañana en el instituto no era demostrar amor de madre, mamá, por Dios. Y menos cuando ese plato aparecía en la mesa un lunes. Da igual, discutías. Por eso creo que a esa edad debíamos leer Momo. 

A mí Momo no me sirvió para nada. Por lo menos a esa edad. Con catorce años no podía influirme tanto como lo había hecho ahora. Ahora sí. Ahora había llegado el momento existencial en el que necesitabas lo que te insinuaba Momo, pero entonces no. Ahora hablaba Momo. Cuando me encontré con ella me dijo: “Igual si te callas y dejas de hablar, y empiezas a escuchar, y empiezas a escuchar y empiezas a vivir…”. Momo no decía eso en realidad, porque decir “callas y dejas de hablar” y todo lo que sigue era lo mismo que dividir uno entre uno. Siempre resultaba uno. Momo iba a lo esencial, como la savia que nutría a una planta. Por ese motivo, ahora con b, Momo era sabia porque Momo decía: “No he podido decir ninguna palabra”. Y te sorprendías de que Momo supiera escucharte mientras leías. Tanto, que a la gente tonta como yo, se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. Sí, Momo nunca decía nada. Tú leías y Momo miraba y te hablaba con sus ojos. El secreto de Momo era ese, que sabía escuchar. Ahora no dabas crédito de que un personaje de Ende, por ende, te demostrase lo equivocado que habías estado toda tu vida. Leías a Momo y cuando pasabas una página te insinuaba: “Jacinto, cállate y escucha”. Momo influía ahora más que cuando tenía doce años, o catorce. Ahora sus palabras retumbaban en mi cabeza siempre que alguien, por ejemplo, me decía una tontería; o cada vez que Lucas te contaba cuántos libros se había leído este verano, o cuando Raúl contaba la vida que se corría un vecino que se había separado. Pero hice caso a Momo y empecé a callarme cuando los demás hablaban. Aparecía cierta magia. Y escuchaba a Momo repetir dentro de mi cabeza: “Cállate y escucha, es el secreto”. 

Decidí probar esto de Momo. Me aseguraba paz mental para todo un curso: escuchar, no hablar, escuchar, no hablar, escuchar y escuchar. No hablar. Momo me lo repetía: “Jacinto, Jacintito, cállate y escucha; verás”. Y cuando me callaba y escuchaba, empezabas a ver otra realidad. El cansino se tornaba cándido y la estúpida, inteligente. Empezabas a mirar —porque ver ya veías—, con otros ojos. Se instalaba una paz alrededor de ti que para ti la quisiera, amigo. Reconocí por qué Momo, una niña que no era ni adolescente, había transformado mi vida. 

 

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