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Sometidos

Por Juan Luis Sotés - Marzo 05, 2017
Sometidos

 

El centro político, querido Peláez, es un constructo falaz. Aunque si pone el suficiente empeño podrá usted identificarlo, tal como si apuntando al agujero de una rosquilla me dijera sin sombra de duda “he aquí su centro”.

—Pero ese agujero existe y ocupa el espacio central de la rosquilla.

—Ciertamente, pero solo existe en función del cuerpo ausente, esto es, carece de entidad propia. A lo que llamamos “agujero” es al espacio vacío de masa cuyas dimensiones dependen exclusivamente de las de la rosquilla. Aparte de eso, ni harina, ni huevo, ni leche, ni azúcar, ni canela… ¿Se atrevería usted a afirmar que el centro de la rosquilla participa de la misma esencia?

—De acuerdo, pero no podemos reducir el pensamiento político a una imagen tan vulgar y poco adecuada. Me temo que su analogía no funciona en este caso.

—¿Esta usted seguro? ¿Cuál diría que es la materia que conforma dicho pensamiento?

—Las ideas, sin duda.

—Bien. Un conjunto de ellas acerca de, digamos, nuestra sociedad constituyen lo que se denomina una ideología. Es decir, nuestra idea de cómo debe de organizarse la existencia en común. Volviendo a la repostería, la ideología sería nuestra receta: si rosco al vino, hojaldrado, si ligero o bien contundente.

—O sea que el centro…

—Ese vacío, sí, esa posibilidad de rosco sin encarnación no precisa de receta alguna. Y he aquí el primer axioma del centrismo: nosotros no tenemos ideología. O sea, queremos un rosco pero sin receta.

—Tal vez no tengan hambre.

—Oh, le aseguro que eso no es así amigo mío. Lo que ocurre es que para ellos el rosco es solo un medio, no un fin en sí mismo. Le propongo otro símil. Imagínese ahora un trenecito eléctrico. Bien, un niño diría “quiero que el tren dé vueltas en círculo”, otro preferiría acaso un trayecto lineal de A a B; el niño centrista, dispuesto al consenso, se preocuparía tan solo de que el tren se pusiera en marcha. Ni líneas ni círculos, ¡centro! Lo que ocurre es que, quiéralo o no, un tren sin moverse del sitio no va a ninguna parte pues el propósito del tren es el movimiento. ¿Cómo era aquello de Saza en “La escopeta nacional”?

—Así que usted políticamente no está comprometido

—¡Apolítico, total! De derechas, como mi padre.

Sí, el niño centrista sabe muy bien cómo quiere que se mueva su tren. O, mejor dicho, le importa un bledo que el tren tenga que recorrer este o aquel paraje y lo que ocurra en su camino. Su mirada está puesta en una sola cosa: la máquina. El destino se da por añadidura. No obstante, debe mantener ante los demás la apariencia de que solo se trata del chú-chú y el tran-tran.

Veámoslo ahora en términos de mercadotecnia. Tenemos un producto, el centro, pero no tenemos un target homogéneo: desencantados, indecisos, pasotas, apolíticos como sus padres, marisabidillos de barra y cena navideña,… ¿Qué hacer?, que diría aquél.

—No sé, supongo que si el producto no puede parecerse a ellos habrá que intentar que ellos se parezcan al producto.

—Exacto. Un producto incoloro, inodoro e insípido con una etiqueta maravillosa que diga “Bébeme”.

—Y así todos pueden reconocerse en la hermandad del centrismo.

—Y así todos los que pagan un pastizal por beber “Evian” se reconocen como alguien especial. Y por eso beben “Evian” en lugar del vulgar H2O.

—¡Pero eso es publicidad engañosa!

—En cierto modo sí. Pero observemos que el comprador no está pagando por una bebida determinada o, volviendo a mi primer ejemplo, por una rosquilla de un sabor concreto. Está pagando precisamente por aquello que desea: el agujero, la ageusia.

—Entiendo, pero entonces ¿cuáles son las virtudes de un producto intangible? ¿Cómo se consigue convencer a tantos de que es justo lo que necesitan?

—Apelando al argumento definitivo, el inapelable: el sentido común. ¿Cómo definiría usted el sentido común, Peláez?

—Pues…lo que hace la gente con sentido común, con sensatez. Lo lógico, ¿no?, lo que hay que hacer…

—Más bien la creencia compartida por una comunidad sobre lo que es bueno o necesario para sus miembros. Otro constructo y bastante reduccionista, por cierto. Creo que es a Sir James Frazer a quien debemos el relato acerca de la tribu Lhota Naga en el valle del Brahmaputra quienes, a fin de asegurar una buena cosecha, acostumbraban arrancar cabezas, manos y pies a los caminantes para clavarlas en estacas a lo largo de sus campos. En definitiva, no hacían sino actuar de acuerdo a los dictados de su sentido común.

—Pues a mí el sentido común me aconsejaría contratar un buen seguro agrario o ver si las subvenciones de la UE…

—Justamente. A diferencia de una ideología, cuyos componentes se pueden confrontar, el sentido común es prácticamente cuestión de fe. Cómo rechazar entonces aquello que guía a nuestro intelecto hacia el amor, la salud, la felicidad y, sí, la prosperidad material; cómo decir que no a lo que es bueno no solo para nosotros mismos sino para el resto. Dese cuenta, no hablamos solo de un imperativo categórico sino hasta biológico: la preservación de la especie. Siempre que los Lhota Naga, por supuesto, no nos convenzan de lo contrario.

—Así que todo se reduce a una estrategia de venta…

—¿Le parece poca cosa? Minimizar costes, maximizar beneficios. Es el baile de actualidad para el Homo Ludens y mucho me temo que a este juego jugamos todos, incluso esos partidos anacrónicos que se empeñan en mantener algún término ideológico en su nomenclatura… Es una lengua muerta, Peláez. Jacobinos y girondinos, blancos y rojos y negros…

—¿…

—¿Ahora, si me disculpa, me gustaría cerrar los ojos un momento. Necesito descansar.

—¿…

—Por cierto, “Sometidos”.

—¿Cómo?

—“Sometidos”. Es lo que significa la palabra “súbditos”. Los revolucionarios franceses la utilizaban para distinguir a los ciudadanos, en una república de hombres libres, de aquellos que vivían bajo el manto del monarca. Buenas noches, y no se olvide de cerrar al salir.

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