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Vanidosos

Por Miguel Ángel de la Rosa - Febrero 17, 2017
Vanidosos
La vanidad, el pecado antiguo... y tan moderno.

Ahora lo llaman “narcisismo”, que suena más culto, pero de toda la vida se ha llamado vanidad. Es una cualidad muy humana, muy Homo sapiens, aunque no exclusiva. Al parecer incluso los neandertales se maquillaban y se colgaban bonitos collares hace 50.000 años.

Si miramos a nuestro alrededor la vanidad se extiende como una plaga por nuestro mundo, como un placebo para nuestro aburrimiento posmoderno. Las redes sociales —Facebook, Instagram, Twiter, Youtube— son el gran escaparate donde exponemos una imagen de lo que queremos ser aunque todos convenimos en que lo que vemos en pantalla es puro postureo. Y sin embargo, en ese universo paralelo y feliz de las redes sociales nos encanta acumular muchos seguidores, millones de amigos y montones de “rt”. Necesitamos inyectarnos nuestras dosis de “me gusta”, a diario, y cuantas más veces mejor. Adictos al reconocimiento social.

En la mitología, la vanidad era castigada severamente. Ahí tenemos a Narciso ahogado al enamorarse de su propia belleza en el reflejo del lago, pero también a la tejedora Aracne que tras retar a la diosa Atenea fue convertida en araña. En nuestro tiempo, la vanidad se premia y es una herramienta fundamental de marketing.

Estaremos de acuerdo en que Donald Trump es un vanidoso desaforado. Si ha llegado a la Casa Blanca es precisamente por su megalomanía. ¿Quién elegiría a una persona apocada como líder de la primera potencia mundial? Como es signo de los tiempos, los nuevos políticos españoles también están encantados de conocerse y desean que sepamos lo guapos, listos y elocuentes que son. Pero ni siquiera es necesario ser Cristiano Ronaldo o el presidente de los Estados Unidos. Lo chulo de la fatuidad es que para envanecerse no hace falta ser rico, ni hermoso, ni inteligente... basta con creérselo. Elaborar una fantástica receta de cocina o ser un as jugando al mus alimenta nuestro ego.

En El Principito de Saint-Exupéry, el pequeño príncipe de cabellos rubios visitaba un planeta solo habitado por un vanidoso cuyo único interés era ser admirado. Pero ¿por qué puede interesarle que le admire?, se preguntaba asombrado.

La falsa modestia también es vanidad. A partir del siglo IV, en la Siria del Imperio Bizantino, proliferó la figura de los estilitas. Sus practicantes formaban parte de un movimiento religioso que propugnaba que el aislamiento y la mortificación del cuerpo ayudaba a comunicarse con lo divino. Por ello, estos ascetas se encaramaban en lo alto de una columna (stylos en griego) y allí pasaban años y años viviendo a la intemperie, a varios metros de altura, soportando las inclemencias meteorológicas. Su propósito era orar y estar más cerca de Dios, alejados de las tentaciones mundanas. Era muy común que murieran alcanzados por rayos. La tradición cuenta que uno de los estilitas era tentado a diario por el Diablo. Este no le ofrecía ni más comida, ni comodidades, ni riqueza, sino que alimentaba su vanidad con la promesa de una columna mucho más alta.

Ahora olviden todo lo que han leído. Ya se habrán dado cuenta. Como ustedes también tengo la autoestima y el ego por las nubes. Aquí me hallo disfrutando de las vistas hasta que un rayo me baje de mi pedestal. Ya lo advertía Al Pacino en un impactante diálogo en Pactar con el diablo: “La vanidad es mi pecado favorito”.

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