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La atención a la salud mental en pandemia y el equipo asistencial

Por Ventura Olea - Marzo 28, 2021
La atención a la salud mental en pandemia y el equipo asistencial

El sufrimiento psíquico provocado por la pandemia es una oportunidad de oro para visibilizar y reivindicar una atención a la salud mental más integrada, menos estigmatizada y sin olvido de los que no tienen voz, las personas con trastorno mental grave.

Aparece en este discurso público pertinente, el malestar psicológico de la población generado por la pandemia en primer plano y separado del sufrimiento psíquico  de las personas con trastorno mental grave; además se polariza el debate con la asignación de bondades a la psicología clínica y de perjuicios a los psicofármacos y por ende a la psiquiatría y medicina de familia. Por último, en este debate tan oportuno, no se nombran a todos los participantes en la asistencia ni se conocen bien las competencias de los profesionales.

Cualquier tipo de sufrimiento psíquico, también el llamado trastorno mental común, debe ser aliviado recibiendo la atención que precisa pero no conviene olvidarse de que los trastornos mentales graves existen y provocan un gran sufrimiento a los que los padecen. La pérdida de derechos y de actividades asistenciales por la pandemia está provocando un deterioro en el tratamiento de estos ciudadanos vulnerables. Esta amnesia reductora y negligente desmerece la labor de aquellos profesionales que asumen el peso de su asistencia y clasifica la salud mental entre la que se relaciona con la pandemia y la de siempre.

Además no se menciona que la asistencia de los problemas psíquicos la asumen muchos profesionales en nuestro Sistema Sanitario: psiquiatras, médicos de familia, psicólogos, enfermeros especialistas, auxiliares de enfermería, terapeutas/monitores ocupacionales, trabajadores sociales y celadores.

La demanda de atención a los problemas psicológicos provocados por la pandemia  busca expertos que ayuden a “gestionarlos”, como se dice ahora, dejando de lado términos como “elaboración o comprensión” del problema, como hemos dicho siempre. En el debate aparecemos los profesionales como referentes de cómo vivir la vida y afrontar la dificultad y los profesionales médicos (psiquiatras y médicos de familia) corremos el riesgo de resolver estas demandas de ayuda con psicofármacos y no buscarles sentido y aliviarlos con psicoterapia.

El tipo de sufrimiento psíquico causado por la pandemia, que se presenta de forma generalizada en la población,  no precisa solo de un alivio sintomático sino también de ayuda al paciente a buscar un sentido a su malestar mediante prácticas que probablemente se encuentren fuera de las respuestas habituales en el ámbito sanitario. El término medio entre una medicalización o psicologización  excesiva y una normalización forzada se encuentra en una normalización fundamentada a través de la palabra, el sentido y el encuentro entre las personas y los profesionales que muy bien se consigue a partir de  entrevistas puntuales e individualizadas con el paciente. Se puede  “deconstruir”  la idea del paciente de que tiene un trastorno pues la mejora de la atención no depende, por tanto, solo del tiempo y de los recursos sino también de cómo miramos estas demandas.

Por otro lado, en los trastornos mentales más graves la terapia farmacológica racional es fundamental, pero no excluye la psicoterapia. La evidencia científica informa de que la combinación de ambas logra los mejores resultados.

Los  psicólogos son imprescindibles en la atención a la salud mental pero no es justo ignorar y estigmatizar a la psiquiatría, con todo su potencial diagnóstico, terapéutico y humanista. La medicina,  con la psiquiatría al frente, también tiene respuesta al sufrimiento psicológico y es competente en la aplicación de la psicoterapia.

En este debate sobre la salud mental no podemos olvidarnos de los familiares de las personas con problemas psíquicos. Ellos son, de largo, el mayor apoyo en la atención  y cuya aportación es definitiva en los resultados. Sin su participación cualquier iniciativa sería insuficiente y sesgada. Además, tampoco aparecen sus necesidades de capacitación  y de su propia salud mental de manera específica.

La atención a la salud mental, como otros problemas de salud pública, se beneficia además y de forma simultánea de otras medidas no sanitarias:

En primer lugar, de una inversión económica frente a la crisis social pandémica.

En segundo lugar, incrementando la lucha contra el estigma que por un lado garantice la defensa y recuperación de los derechos de los pacientes, que hoy son ignorados y por otro lado para que quienes necesiten asistencia no se avergüencen de ello y acudan a Salud Mental.

En tercer lugar, es prioritario abordar un cambio potente en la  dotación de la atención a los trastornos mentales, como estaba previsto en las correspondientes estrategias de salud mental pero que, salvo raras excepciones, ni siquiera se ha intentado. Sin entrar a analizar por qué se planifica lo que no se va a cumplir,  imaginemos cómo sería la atención a la Salud Mental, esta vez en el caso de aplicarse íntegramente, por ejemplo, el Programa de Acción Global en Salud Mental de la OMS, el Pacto Europeo por la Salud Mental y el Bienestar de la UE, la Estrategia en Salud Mental del Sistema Nacional de Salud o los planes autonómicos de Salud Mental (PISMA III 2016-2020 en Andalucía, por ejemplo).

Los políticos y gestores no deben seguir desarrollando nuevos planes. Vamos entre todos a cumplir los que ya están, son suficientes. Revisemos cualquiera de los que ya existen, solo falta dotarlos. Los profesionales debemos cumplir con nuestros códigos éticos y sobre todo seamos más sensibles a nuestra propia salud mental, pues solo así podremos ser receptivos a la de las personas que atendemos. Las prácticas coercitivas son evitables con recursos y estas dependen tanto de que haya suficientes profesionales formados como de la concienciación social generalizada para prestar la atención adecuada a la salud mental, exigiendo una  dotación adecuada.

Evitemos pasar del reduccionismo psiquiátrico al psicológico y no sigamos asignando  a los psiquiatras el rol de prescriptores de psicofármacos y de “represores” del individuo con descontrol conductual.  No hagamos  dos redes, una para la atención a la población general realizada por psicólogos y otra para las personas con  trastorno mental grave desempeñada por otros profesionales. No fomentemos el divorcio entre la salud mental y los trastornos mentales graves.

Preguntemos a los mismos psicólogos clínicos del sistema público qué tipos de pacientes  y cuántos mejoran solo con psicoterapia (obviando las intervenciones sociales, enfermeras, de terapia ocupacional y las farmacológicas) y por favor,  dejémonos  de reduccionismos y simplificaciones. Reconozcamos que los psiquiatras son los profesionales con la formación más amplia para evaluar y aliviar el sufrimiento mental desde un modelo biopsicosocial. No menospreciemos sus competencias en evaluación integral y en psicoterapia.

¿O pensamos que en la atención a una persona, el psiquiatra pasa todo el tiempo prescribiendo medicamentos y hablando sobre neurotransmisores?. Escucha, comprende, evalúa,  diagnóstica, planifica conjuntamente con el paciente el tratamiento e interviene psicoterapéuticamente. Y además aplica tratamientos biológicos, que en algunas situaciones son salvadores. Hay un gran desconocimiento social sobre los psicofármacos y otros tratamientos biológicos, pero tampoco los psiquiatras debemos abusar pues el abordaje de algunos problemas de salud mental es exclusivamente psicológico y social. Debemos cuidarnos los psiquiatras y médicos de familia de las presiones para no medicalizar los problemas sociales, existenciales y la carencia de recursos residenciales. Defendamos nuestra identidad profesional en la encrucijada biopsicosocial.

El problema no está en qué  profesionales  aportamos alivio a las personas con malestar psíquico y que no debemos dejarnos dividir como consecuencia de la escisión mente/cuerpo que proyecta la sociedad, sino en la importancia y gasto que estamos dispuestos a dedicar a la salud mental. También en la educación de la población para entender el estigma que impregna el trastorno mental que se transfiere a los profesionales, psiquiatras sobre todo. Los trastornos mentales no pueden asimilarse a las enfermedades médicas ni deben ubicarse erróneamente en el terreno de la psicología, tienen una especificidad y un abordaje por un grupo de trabajo funcionando como equipo, que debe reconocerse para de este modo lograr una mejor  comprensión y asistencia (en la línea que  fundamenta Michel Foucault en su libro “Enfermedad mental y psicología”).

Para encontrar algunas respuestas, comparen el gasto y la asistencia prestada en las diferentes comunidades autónomas y en los diferentes países europeos: Por ejemplo, en España solamente se dedican 80,7 euros al año por persona a la salud mental  frente a los 316 de Alemania. Aún siendo insuficiente, en Andalucía hay que reconocer el esfuerzo  realizado que recientemente ha  incorporado 105 nuevos profesionales en toda la comunidad autónoma  ( más recursos que en los últimos 15 años) para potenciar la atención domiciliaria de personas con trastorno mental grave y mejorar la atención psicológica en los centros de salud de atención primaria. Además hay más objetivos por cumplir, como mejorar la atención a la salud mental infanto-juvenil con creación de áreas de hospitalización específicas, mejorar e integrar en salud mental la atención a las adicciones y elaborar una estrategia para prevención del suicidio. Así mismo, hay que reconocer la importancia de la llamada “Reforma Psiquiátrica” llevada a cabo en Andalucía desde 1980 al año 2005, cuando se produjo un cambio de modelo asistencial que generó ilusión y hubo dotación suficiente de recursos. Desde entonces  a día de hoy, ha habido una involución por el surgimiento de nuevas demandas para las que no estaba dotada y que han dejado la atención anticuada, sin integrar completamente en el sistema de salud, marginada y empobrecida.

La dotación suficiente de todos los recursos (fundamentalmente humanos con formación específica, espacios y ubicaciones adecuados) y la superación  del estigma social, incluido el ámbito sanitario, son la vía regia que nos llevará a una atención eficiente y digna a todas las personas con malestar psíquico, a las de siempre y a las que ahora por el sufrimiento social que está produciendo el coronavirus están aprendiendo a escuchar y a percibir el malestar emocional.

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