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"No soy artista, eso es demasiado importante: soy un artesano del arte"

"No soy artista, eso es demasiado importante: soy un artesano del arte"

Por Javier Cano - Enero 29, 2023
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Pintor y poeta, Juan Antonio Martínez Pozo (Jaén, 1947) vive en un hermoso caserón jaenero de la calle Espiga cuyas ventanas interiores abren a un paraíso vegetal. Un patio de esos que ponen los dientes largos a cualquiera y del que recoge la luz particular que, luego, derrama en sus cuadros. Hombre y creador comprometido, Juan Pozo protagoniza hoy el Zoom de Lacontradejaén.  

—¿Retirado del mundanal ruido, Juan? ¿Exiliado interior en sus dominios, o estos recios muros no lo separan tanto de la calle, de la ciudad?

—La verdad es que ahora estoy más metido en casa, pero es por los años, no por otra cosa: el 31 de diciembre cumplí setenta y cinco. Hoy [por el pasado martes] voy a salir, porque a las cinco de la tarde ahí, en la antigua Plaza del Conde, le ponen una escultura a José Román.  

—Al hilo de la inauguración de este monumento: si pasa usted por el callejón de las Flores lee el nombre de David Padilla en su rótulo; si baja o sube por lo que fue Accesoria de San Agustín lo hace, en realidad, por la actual calle dedicada a Carmelo Palomino y si pasea por la plazoleta que hasta hace poco era de Cruz Rueda, ve un homenaje urbano a Román. ¿Cómo lleva eso de ver los nombres de sus amigos muertos en el callejero jiennense? ¿Con nostalgia, quizá?

—Muy alegre, muy contento, porque eran muy amigos míos los tres, tanto David como Carmelo y Pepe Román. Hemos hecho lo posible y lo imposible porque el Ayuntamiento aceptara. Y sobre todo en calles del casco antiguo. 

—¿Ha tenido usted algo que ver en esos tributos?

—Claro; para Carmelo Palomino fue una propuesta que hicimos desde Izquierda Unida cuando él murió; el Gobierno del PP no conocía muy bien a Carmelo (estaba de alcalde Sánchez de Alcázar, que no era de Jaén). Se votó por unanimidad darle su nombre a una calle, el pésame oficial a la familia, la catalogación de su obra y una exposición en el museo. En el patronato que se formó para ello estuve yo, y se aceptó todo. 

—La reivindicación ha sido una de sus constantes: un poeta en la calle, como se autobautizó Rafael Alberti...

—¡Hombre, la comparación...! Yo no tengo nada que ver con Alberti; bueno, tengo mucho que ver con él por la admiración hacia él; precisamente le regalé a mi mujer uno de esos libros que yo pinto, dedicado a Alberti: para mí es Dios.  

—Bueno, un artista en la calle entonces.

—Artista entiendo que es una palabra demasiado importante para una persona: yo soy un artesano del arte, me ha gustado toda la vida porque mi padre, afortunadamente, era un aficionado al arte y desde que yo era pequeño me llevaba a la única sala de exposiciones que había en Jaén, que era La Económica. Sus amigos eran Rufino Martos, Paco Cerezo y Serrano Cuesta, que eran los tres artistas, entonces, de Jaén, ellos sí eran artistas. Paco Cerezo tenía un estudio en el antiguo Camarín de Jesús, en la parte de arriba, y yo estuve de alumno suyo (vamos, lavándole los pinceles y haciéndole cuatro cosas). Iba por las tardes, y por las mañanas hacía el bachiller. 

—Por lo que dice, su vocación por la pintura se despertó pronto. 

—Sí. Mi padre quería que yo hiciera Bellas Artes, pero cuando terminé el bachiller superior dije que eso no daba un duro y que me iba a hacer Aparejadores a Sevilla. Mi padre se cabreó un poco pero accedió. Mientras, me metí en Telefónica. Estuve veintidós años, hasta que tuve el accidente y ya me jubilaron por invalidez absoluta. 

—¿Ve usted? Otra coincidencia albertiana. El poeta del Puerto de Santa María hablaba también de su propio accidente, hasta se autodedicó un cuadernillo de versos con ese título, Accidente (poemas del hospital). Usted hace lo mismo, se refiere a ese suceso constantemente. ¿Sigue siendo un recuerdo terrible en su memoria, Juan? 

—En mi memoria menos, porque estuve treinta y tantos días que están borrados de mi vida, incluso el accidente está borrado. El último recuerdo es que tomé café en Mengíbar, nos bajamos Pepe Gabucio (que en paz descanse) y yo a tomar café, venían tres chicas con nosotros, que habían venido a la consulta de Pepe como abogado, eran de La Carolina y habían perdido el autobús. Pepe me dijo si se podían venir con nosotros y le dije que claro, se vinieron atrás y una de ellas murió en el accidente. De lo demás no me acuerdo de nada, me desperté treinta y seis días después en un hospital de Granada, creyendo que me había estrellado con una avioneta. 

—¿Eso le hizo comerse la vida, tener otra perspectiva, apurar el momento? ¿Cómo reaccionó ante la nueva oportunidad que le concedía el destino?

—Tuve una época mala, no sé si fue porque me quedé muy debilitado pero yo bebía y me empezó a afectar la bebida una barbaridad, hasta tal punto que me convertí en un alcohólico. Estuve seis o siete años muy fastidiado con el alcohol hasta que mi mujer, mi compañera del alma, me dijo: "Yo no sigo así contigo, lo siento pero el alcohol o yo".

—Y eligió bien...

—En esa disyuntiva me dije yo: "No hay más remedio, tú eres mucho más importante que el alcohol". Entonces me fui a una clínica de desintoxicación que hay en Córdoba y que es solo de alcohol, no admiten drogas, y estuve treinta y siete días, hasta hoy. De eso hace treinta años. 

—La terapia que le puso su mujer sobre la mesa fue rotunda pero efectiva. 

—Hombre... Es que recobré una vida que había perdido; mis hijos nunca me han faltado el respeto, pero yo sabía que no me podían respetar, porque no era una persona merecedora de respeto, y entonces me gané (creo) el respeto de mis hijos, y su cariño; volví a recobrar a los amigos y empecé a escribir, un poco en serio, como terapia. Después hice Bellas Artes.

—Al final le hizo caso a su padre.

—Claro, fue un homenaje a él, que ya había muerto (murió en el 89, con setenta y un años). Él no me pudo ver hacer Bellas Artes, pero cada vez que yo pasaba camino de Granada, durante cuatro años, todos los días, al pasar por delante del cementerio le decía a mi padre: "Estoy haciendo Bellas Artes".

—Setenta y cinco años lleva sobre sus hombros, señor Pozo. De todo habrá habido en su biografía pero, ¿cómo ve la vida desde ese mirador de más de siete décadas? ¿A qué se agarra hoy en día para resistir? 

—Es que a mí la vida me gusta mucho; llevo mucho tiempo jubilado, desde el accidente, pero no me he aburrido nunca, tengo siempre cosas que hacer, aunque sea ver televisión, que también me gusta, alguna película o serie que me recomiendo un amigo mío. Todos los días pinto dos o tres horas, por la mañana. Después leo poesía; el último libro que tengo ahí es el de Luis García Montero, Un año y tres meses; me lo pasaron a libro electrónico pero no me gusta, prefiero el de papel. 

—Esta entrevista empezó con su patio y su apellido, y va a terminar más o menos por los mismos derroteros. Esta casa, este patio..., ¿tienen pozo?

—Tiene pozo. Lo que pasa es que lo tenemos tapado. Todas las casas de esta zona tienen raudal de agua. 

—Vamos, que esta casa no tiene dos puertas, como la de Calderón de la Barca, pero sí dos pozos.  

Vídeo y fotografías: Esperanza Calzado.

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